OBJETIVOS Y BASES DEL EJERCICIO
ESTE análisis forma parte de una larga investigación
colectiva consagrada a la mano de obra de la Société
Minière et Métallurgique de Peñarroya en el complejo
carbonífero e industrial que tuvo su centro en ese
núcleo cordobés. Su fuente principal es la documentación
del servicio sanitario de la empresa en la cabecera
de la cuenca hullera, especialmente más de 100.000
partes de reconocimientos médicos realizados a los
obreros entre 1902 y 1950: un conjunto incompleto en
lo relativo a los accidentes de trabajo (unos 39.000), a
pesar de su importancia, dadas las notables pérdidasdocumentales que no pudieron subsanarse (COHEN;
1999). Como revela la cronología, esta documentación
es contemporánea del proceso de codificación jurídica
del riesgo profesional y la responsabilidad patronal en
España, desde 1900, incluida la catalogación de las incapacidades
consecutivas, a partir de 1903. La salud
laboral y su gestión en la empresa constituyen los objetos
centrales del estudio (COHEN et al.; 2002), que se
interesa también por otros aspectos, como las características
de las carreras laborales y sus determinantes
(COHEN, FLETA, RAMÍREZ y REYES; 2005), o las dimensiones
geográficas del mercado de trabajo y algunos
impactos en el poblamiento del valle del Alto Guadiato
(FERRER, FLETA, RAMÍREZ y URDIALES; 2005).
Todo el proyecto descansa en una perspectiva básicamente
sociodemográfica y en gran medida longitudinal.
Un total de 30.700 obreros han sido identificados
a lo largo del período: casi 13.000 de ellos por un único
documento, mientras que de los otros cerca de 18.000
se pudo reconstruir los «historiales médicos» por procedimientos
análogos a los de la «reconstrucción de familias
» en demografía histórica. Las limitaciones, soluciones
de continuidad y condicionantes del ejercicio
se han explicado en trabajos anteriores. Aunque sin
aplicación en el objeto concreto de estas páginas, completaremos
esta breve introducción indicando que el
desarrollo general de la investigación desde el enfoque
señalado nos llevó a una selección de tres cohortes
obreras, definidas, a la vez, en función de la edad y la
fecha de «entrada en observación» (en todos los casos
historiales iniciados a edad inferior a 18 años entre
1902 y 1910, 1911-1920 y 1921-1930, respectivamente).
La muestra constituida por estas tres cohortes, verdadero
núcleo de la investigación, alcanza en conjunto
unos 5.000 historiales. Ya se ha dicho que el límite
temporal del seguimiento efectuado se situó en 1950.
Conviene recordar que la mano de obra de la que
trata nuestro estudio es la de un complejo minero-industrial:
aunque los mineros empleados en la extracción
de carbones eran mayoría absoluta entre los trabajadores,
la componente industrial estaba ampliamente
representada por los ocupados en las fundiciones y en
distintas plantas químicas. A su vez, importantes anejos
(desde los talleres a una central térmica, incluyendo,
entre otros, los ferrocarriles) reforzaban la diversidad
de un conjunto que llegó a sumar más de 7.000 obreros
durante la primera guerra mundial. Quedan al margen
los ocupados por las minas metálicas cercanas (especialmente
en los municipios de Fuente Obejuna y Villanueva
del Duque), hasta dos millares más, normalmente
no incluidos en el área de actuación del hospital de la
empresa francesa en Peñarroya1.
En estas páginas, el estudio de la siniestralidad se
fija especialmente en los casos que resultaron en muerte
de los trabajadores: obviamente, la expresión más
trágica, aunque estadísticamente restringida, de una
problemática mucho más amplia cuyo análisis global
excede de los límites de este texto2.
II
LAS MEDIDAS ESTADÍSTICAS DE LA
MORTALIDAD POR ACCIDENTE DE TRABAJO Y
SUS VARIACIONES
1. DIFICULTADES E INSUFICIENCIAS DEL RECUENTO DE
LOS FALLECIDOS
Nuestro propósito, captar las dimensiones estadísticas
de la mortalidad ocasionada por accidentes laborales
en un entramado empresarial y un ámbito local
concretos, tropieza con algunas dificultades: unas son
inherentes a las fuentes que hemos utilizado y afectan
tanto al recuento mismo de los casos como a la elección
de un indicador de mortalidad específica; otras son más
generales y tienen que ver con el propio concepto, con
la casuística de la muerte por «accidente de trabajo» y
con su normalización. Conviene que nos detengamos
aquí en las del primer tipo.
Entre los partes de accidente cumplimentados por el
servicio sanitario de Peñarroya a lo largo del período de
nuestro estudio, detectamos 97 casos de muerte de
obreros (sin distinción por cohortes de ingreso). Otros
cuatro se conocieron gracias a sendas informaciones
LA SINIESTRALIDAD LABORAL EN LA MINERÍA Y LA INDUSTRIA DE PEÑARROYA DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX
procedentes de la Revista Minera (dos, en 1909) y de
un apartado sobre «policía minera» en una de las memorias
anuales del Ingeniero-jefe del distrito minero
cordobés publicadas con la Estadística Minera (la de
1917: otros dos): ambas incluían los nombres de las
víctimas, que pudimos cotejar con nuestra base de historiales
reconstruidos. Estos 101 fallecidos identificados
representan 3,3 ‰ del conjunto de los historiales,
aunque esta cifra no expresa más que una ratio muy
simple: no es una «tasa», es decir una medida de frecuencia
de la muerte por accidente en Peñarroya, que
operaría con referencia a una «población media» de
obreros de la empresa (denominador) y, por otra parte,
dado que estas muertes se registraron a lo largo de casi
medio siglo, debería ser una tasa media, es decir, cuyo
numerador fuera la media anual de decesos. Obviamente,
tampoco es un «cociente» de mortalidad, una
probabilidad de muerte por accidente, que tendría que
proceder a partir de poblaciones «expuestas al riesgo»
(al inicio del período de referencia): el cálculo por edades
y la elaboración de una tabla de mortalidad específica
estaban descartados, por la falta de denominadores
seguros y por las frecuencias que pueden manejarse en
un microanálisis como éste, local y de empresa.
De todas formas, este centenar de casos mortales supone
sólo una parte de los que se produjeron en los distintos
departamentos de la empresa de Peñarroya entre
1902 y 1950. En primer lugar, porque la información
hospitalaria hallada sobre accidentes sólo incluye 25
años completos, de los 49 cubiertos por la investigación;
fuera de esos años, la información de la que dispusimos
adolecía de vacíos a veces muy importantes, incluidos
siete años enteros que no pudimos documentar.
Pero la falta de exhaustividad de nuestra fuente responde,
además, a una razón que es, en cierto modo, consustancial
a su naturaleza. Los partes de accidente no
son inscripciones de un registro general. Lo que resumen
es la atención prestada por la medicina de empresa
a los accidentados, que en los casos que nos ocupan terminó
con el fallecimiento sobrevenido del obrero atendido.
La mención del óbito cumple esta función de cerrar
la información abierta por el parte o «aviso» de accidente.
Así se entiende que, contrariamente a los casos
mencionados, los obreros fallecidos en sus puestos de
trabajo no fueran, evidentemente, «derivados» al hospital
de la compañía y que la información correspondiente
no se incorporara a los legajos y libros de accidentados.
Seguramente, esas muertes, como la generalidad de las
causadas por accidentes de trabajo, darían lugar a las
certificaciones legalmente previstas, pero no generaban
«papelillas» de atención médica por accidente3.
Esta merma de información afecta, entre otras, a las
muertes ocurridas dentro de las minas, incluidas la mayor
parte de las víctimas múltiples de las catástrofes
más graves. Las provocadas por explosiones de grisú
dejaron una extensa necrológica en la cuenca: la de
1868 en la mina Santa Elisa (hullas «grasas») causó 28
muertes y la de 1898 en Santa Isabel 51. Entre ambas
fechas hubo otros accidentes graves por la misma causa
en 1881, en la mina Cabeza de Vaca (hullas «secas», 16
muertos); 1882 y 1889 en Santa Elisa (6 y 12-14 muertos,
respectivamente); y de nuevo en Cabeza de Vaca en
1894 (3-6 muertos) (Revista Minera [en lo sucesivo
RM]; 1868, págs. 244-250, 281-282, 715-716…; 1889,
págs. 377-378; 1898, págs. 109-110, 132, 170-171…
BRARD; 1888). Esta cronología prosigue y se adentra ya
en los límites temporales de nuestra investigación, con
las explosiones de 1909 en Santa Elisa y 1915 en Cabeza
de Vaca, que dejaron saldos de 12 y 15 muertes, respectivamente.
1909 es uno de los años para los que la documentación
hospitalaria sobre accidentes que se ha podido recuperar
es extremadamente incompleta (apenas dos meses);
y entre ella no se encuentra la de los días del siniestro
(el 25 de junio) y siguientes. Las dos únicas víctimas
identificadas en nuestra base de historiales lo fueron
gracias a los nombres que figuran en el informe sobre el
accidente que elaboraron los ingenieros Ildefonso Sierra
y Enrique Hauser, por encargo de la Comisión del
Grisú4. El accidente se había producido en las labores
más profundas de la mina, en su piso 25, a 304 metros
de profundidad. Los trabajos de salvamento y la recuperación
de cadáveres se realizaron en condiciones de gran
dificultad y peligro: a los hundimientos se unía el riesgo
de incendio en unas capas de carbón en algunos puntos
piritoso y muy propenso a inflamarse espontáneamente;
la disminución de la ventilación provocaba la acumulación
de grisú en el techo de las galerías y apagaba las
lámparas a menos de un metro del suelo, obligando incluso
a suspender los avances. Los inspectores dedujeron
que el plazo de varios minutos transcurrido entre la
detección de una llama (de origen desconocido) y la deflagración
fue lo que permitió que 29 de los 49 obreros
ocupados en el tajo aquel 25 de junio lograran huir a
tiempo. De los otros veinte, ocho resultaron heridos, pero
salvaron la vida. Los demás perecieron aplastados o
por asfixia.
Tampoco pasan de dos las víctimas mortales identificadas
en nuestros historiales entre las de la explosión del
4 de marzo de 1915 en la mina Cabeza de Vaca. Aun
cuando la documentación recuperada sobre los accidentes de este año quedó también incompleta (cubre sólo
cinco meses), incluía la del mes del siniestro y, de hecho,
la información sobre las dos muertes referidas procede
de los correspondientes partes de accidente: uno de
los obreros consta como fallecido «a su llegada al hospital
», el mismo día 4; el otro murió el día 8. En ambos
casos la descripción de las lesiones apunta graves traumatismos
craneales (con fractura en el primero de los
mencionados) y extensas quemaduras. De los obreros
sacados muertos de la mina no quedó constancia en la
fuente hospitalaria de nuestra estadística. La operación
de salvamento, iniciada dos horas después de la explosión,
se prolongó durante 12 días y 11 noches de «ansiedad
y trabajos titánicos» de desescombro y conquista,
muy dificultados por los incendios y hundimientos consecutivos.
El accidente se había originado en el piso 25
de la mina, a 250 metros de profundidad. Cuatro relevos
de 45 hombres se emplearon a fondo en el rescate, a las
órdenes del ingeniero de la hullera Juan Sánchez Arboledas.
El mismo día 4 fueron subidos a la superficie tres
cadáveres y quince obreros heridos, de los cuales dos
(los ya señalados) murieron. El resto del personal del tajo
siguió atrapado hasta el día 16: diez obreros, el joven
ingeniero Manuel Sáenz Santa María y un jefe minero.
Los dos últimos se salvaron; los demás perecieron, unos
por los hundimientos y otros víctimas de las emanaciones
de ácido carbónico y óxido de carbono o del «hambre
y las penalidades»5 durante el prolongado encierro.
Después de 1915 el impacto del grisú en la siniestralidad
minera de la cuenca se hizo mucho más discreto,
especialmente hasta la guerra civil. Enseguida nos detendremos
en algunos pormenores de esta evolución.
Por ahora, lo que importa subrayar es la clara insuficiencia
de la información hospitalaria utilizada para una
cuantificación medianamente completa de la mortalidad
por accidentes laborales en Peñarroya. Una búsqueda
sistemática entre las partidas de defunción del registro
civil daría, sin duda, la mejor respuesta a este interrogante:
habida cuenta de los avatares de la geografía administrativa
municipal en la zona de referencia, deberían
consultarse los libros de Peñarroya-Pueblonuevo,
los de Belmez (el municipio matriz de los anteriores), y
los de Fuente Obejuna (en cuyo término queda comprendido
el grupo minero de los carbones antracitosos).
Por el momento, la fuente complementaria de la que
nos hemos servido es el cómputo de «desgracias» que
proporciona anualmente la Estadística Minera y Metalúrgica
de España. Para nuestro propósito, la dificultad
radica en el hecho de que esta estadística tabulaba en
cuadros o «estados» separados la distribución de los
muertos y heridos por provincias y por clase de mineral6.
El cruce de ambas informaciones, que (dada la concentración, producida en los primeros años del novecientos,
del grueso de la minería cordobesa del carbón
en manos de la multinacional gala y en nuestra área de
estudio) serviría para una aproximación a las cifras de
Peñarroya, sólo se hizo en las estadísticas de 1929 a
1934. Más seguras son las asignaciones a partir de informaciones
recogidas algunos años por el jefe del distrito
en sus informes publicados con la estadística del sector,
que precisan las minas concretas en las que se produjeron
los accidentes mortales. Todas estas indicaciones
permiten revisar (a veces, confirmar) las cifras de fallecidos
en 21 de los años de nuestra serie (véase el cuadro
I y su traducción gráfica).
Con esta revisión, y manteniendo las cifras resultantes
de los apuntes del hospital para el resto del período,
el cómputo general se elevaría a 205 muertos: una proporción
del 6,7‰, si los relacionamos con el conjunto
de los historiales reconstruidos. Bastaría que, para los
otros 28 años, la mitad de la diferencia entre las cifras
atribuidas por la estadística oficial al conjunto del distrito
minero de Córdoba (ramos de «laboreo» y «beneficio
»: 327 muertos) y las obtenidas de los partes de accidentes
del hospital de Peñarroya-Pueblonuevo (37)
correspondiera a obreros también ocupados en las dependencias
de la empresa que aquél atendía7, para que la
cifra total de víctimas mortales de accidentes de trabajo
en Peñarroya a lo largo del casi medio siglo estudiado
rondara las 350, y la ratio anterior se elevara por encima
del 11‰. Es verdad que ese número incluiría algunas
muertes, recuperadas a partir de los partes del hospital,
en las que la relación con un accidente de trabajo fue
contestada por el médico de la empresa; pero, por otra
parte, habría que aceptar que la inclusión de las víctimas
diferidas de accidentes no ha podido ser más que
incompleta
2.
LAS TASAS DE MORTALIDAD ESPECÍFICA POR
ACCIDENTE DE TRABAJO
.
TENDENCIA A LA REDUCCIÓN Y
RECRUDECIMIENTO EN LA POSGUERRA
Demográficamente, las tasas de mortalidad específica
resultan, sin duda, más expresivas que las cifras absolutas
y que una proporción tan general como la hasta
ahora manejada. Las que hemos calculado toman como
denominadores unas poblaciones obreras a 1 de julio de
cada año obtenidas a partir de la propia reconstrucción
de los historiales médicos de los obreros que hemos llevado
a cabo. Se trata de efectivos medios calculados
con cifras anuales que son las de los obreros identificados
que permanecen «en observación» a 31 de diciembre
de cada año
8, incrementadas con las de aquellos
otros cuyos historiales se han abierto y cerrado en el
transcurso del mismo año
9. Como puede observarse en
las columnas incluidas a la derecha del cuadro I, hay
que desechar las cifras de los años iniciales y finales de
nuestra serie, cuya pequeñez es, obviamente, inherente
al procedimiento de cómputo: menor número de historiales
recuperados y «vigentes» cuanto más cerca estamos
del comienzo de nuestra observación, o de su «término
», que, por definición, cierra todos los historiales
que seguían abiertos. Podríamos retener, pues, una serie
que abarcaría desde 1908 a 1946, y que variaría, grosso
modo, entre 3.000 y 6.000 obreros. No está de más
comparar estas cifras con las esporádicamente recogidas
por el responsable de la Jefatura de Minas cordobesa en
algunas de sus memorias anuales adjuntas a la
Estadística
Minera
, según las informaciones proporcionadas
por la empresa:
Los valores obtenidos a partir de los historiales médicos
son, como puede verse, notoriamente menores que
los de la fuente oficial en 1908, 1914 y 1920. Por el
contrario, la correspondencia entre ambas series es muy
marcada en los años 30. En estos últimos, incluso, las
pequeñas diferencias favorables a las cifras oficiales se
refieren exclusivamente a las de obreros «matriculados»
que recoge la memoria, pero se invierten y se hacen mayores
si se cuentan sólo los «presentes», es decir «el término
medio de los que trabajan diariamente» (
EMME
1915
, pág. 350)10
. Es posible que esta misma distinción
(no realizada antes), aplicada a los años anteriores, redujera
las distancias entre los datos apuntados por el jefe
del distrito y los nuestros, aunque los
stocks
de historiales
«abiertos» que se han obtenido también están lejos
de garantizar «presencia» de los obreros (a 31 de diciembre
o a 1 de julio) en todos los casos.
Las diferencias podrían ser también una consecuencia
de los condicionamientos e insuficiencias de nuestra
reconstrucción de los historiales médicos. De todas formas,
debe tenerse en cuenta que, desde su implantación
en 1904, el reconocimiento por el médico de la empresa
fue un requisito para todo candidato al empleo y su
cumplimiento debió de ser muy general
11
, y que, en lo
concerniente a esta fuente, al contrario de lo sucedido
con la documentación sobre accidentes, dispusimos de
una colección que cubría con pocas excepciones el período
estudiado. Teóricamente, deberíamos tener constancia,
por al menos un reconocimiento, de cada uno de
los obreros que trabajaron para la compañía de Peñarroya
en nuestra zona en algún momento de ese período,
independientemente de que mediara o no la existencia
de otros «contratistas». Entre los «perdidos» por la reconstrucción,
habría que pensar, en primer lugar, en
al
gunos de los más «antiguos» y, sobre todo, de los más
móviles o menos permanentes de los primeros años de
nuestra serie
12.
Una tercera razón posible de las diferencias comentadas,
compatible con las otras, guardaría relación con
lo que debemos considerar como el territorio habitual de
acción del servicio sanitario centralizado por la clínica
de Peñarroya-Pueblonuevo y sus posibles variaciones.
Ya se ha dicho que el personal de las minas metálicas
cercanas a la cuenca dispuso de su propio servicio sanitario.
Lo esencial de la gestión médica empresarial de
los trabajadores ocupados en las minas de carbón de Espiel,
en el extremo oriental de la cuenca hullera, también
quedaría al margen de ese radio. Tampoco podemos
excluir que incluso dentro del núcleo productivo
con centro en Peñarroya-Pueblonuevo, cuyas minas de
carbón se repartían por estos nuevos términos y los de
Fuente Obejuna y Belmez, las actuaciones de la medicina
de empresa no se concentraran por entero en las dependencias
principales, sino que una parte (menor, sin
duda) de la atención se dispensara en las localidades vecinas.
Así parece desprenderse de una presencia de trabajadores
de la mina Cabeza de Vaca (Belmez) en el
hospital de Peñarroya-Pueblonuevo que no está en consonancia
con el casi medio millar que se ocupaban en
sus labores pocos años antes de la explosión que abocó
a su paralización. Hay noticias de esa práctica en lo
concerniente al tratamiento de lesionados, incluidos
cuidados a domicilio; pero no en relación con los reconocimientos
obligatorios al personal del complejo carbonífero-
industrial de Peñarroya.
Una cifra de 350 fallecidos por accidente de trabajo
entre 1902 y 1950 se traduciría en una tasa media anual
específica de mortalidad de 1,6‰ en ese medio siglo, si
empleamos como denominador un promedio de los
stocks
estimados (excluidos los anteriores a 1908 y los
posteriores a 1946). Si el denominador fuera una media
aritmética simple de las cifras oficiales conocidas (haciendo
abstracción de su distribución temporal), la tasa
bajaría algo más de dos décimas.
Pese a la discontinuidad de los datos, conviene detenerse
en la variación que registran las tasas en aquellos
años para los que hemos dispuesto de los numeradores
más completos, es decir revisados con información precisa
del Ingeniero-jefe de Córdoba. El valor más alto,
entre los que cabe considerar significativos, es de 4,1‰,
y se registra por primera vez en 1909, estrechamente
asociado a la catástrofe de Santa Elisa. En 1915, la explosión
de Cabeza de Vaca lleva la tasa anual hasta
3,6‰. Los dos valores corresponden, pues, a años catastróficos.
Con los efectivos obreros del cuadro II tendríamos
denominadores más altos y, por ello, tasas más bajas:
sobre 3‰ en ambos años. En cambio, las tasas subirían
por encima de las calculadas si las poblaciones de
referencia se circunscribieran a las minas y otras dependencias
donde se produjeron efectivamente los accidentes
mortales. De entrada, hay que decir que al haber operado,
como lo hemos hecho, en relación con los
stocks
estimados de todos los obreros detectados desde el
«hospital clínico general» de la S.M.M.P. en Pueblonuevo
del Terrible, cualquiera que fuera la actividad en la
que se ocuparan al sobrevenir el accidente mortal, nuestras
tasas, en general, subestiman la mortalidad por accidente
en las minas, que concentraban, como veremos,
una proporción muy elevada de las víctimas mortales
entre los obreros de la empresa francesa en la cuenca.
A título de comparación, puede recordarse que en las
hulleras francesas, los cálculos establecidos por la Administración
para el período 1910-1914 daban un máximo
de 4,8 fallecidos por 1.000 mineros empleados en
Briey (Lorena), frente a 2,2‰ en Longwy, en la misma
región; 1,0‰ en el Norte-Paso de Calais y 0,9‰ en la
cuenca del Loira (G
ORDON
; 1996, pág. 92). En el mismo
quinquenio, las «desgracias» de la
Estadística Minera
en las principales provincias carboníferas españolas darían
promedios situados entre los 2,1 muertos, de León,
por cada 1.000 empleados en las minas (sin diferenciación
por clases de mineral) y fábricas en las que tuvieron
lugar los siniestros, y 1,4‰ de Ciudad Real. Córdoba,
con 2‰, seguiría a León; y en Asturias, como en
Sevilla, la proporción sería de 1,7‰. La desagregación
de los datos oficiales entre 1929 y 1934 por clases de
sustancias permite ceñir los cálculos al carbón: León
continúa dando los valores más elevados (2,7‰), seguido
de Ciudad Real (2,3‰) y Córdoba (2,2‰); Asturias
(1,7‰) y, sobre todo, Sevilla (0,5‰) quedan por debajo.
No hay que olvidar que en los cálculos efectuados a
partir de las cifras oficiales los denominadores incluyen
sólo a la población empleada en las minas en las que
trabajaban los obreros fallecidos. Ello explica un promedio
cordobés en 1929-34 considerablemente superior a
las tasas que recoge el cuadro I en esos años. Por otra
parte, ese promedio reproduce muy aproximadamente el
del conjunto del sector minero provincial en 1910-14.
No obstante, y con las cautelas impuestas por los vacíos
de documentación, parece que después del accidente
de 1915 las tasas tendieron a moderarse, o por lo menos
sus «picos» se hicieron menos pronunciados a lo
largo de las dos décadas siguientes. Además de lo que
apuntan las limitadas pistas cuantitativas de estos años,
tampoco hemos encontrado informaciones de otro tipo
que desmientan esa evolución. Inversamente, todo permite
afirmar que la inflexión ascendente que dibujan
nuestras tasas en el tramo central de los años 40 confirma
un deterioro real de la seguridad laboral en Peñarroya
en la inmediata posguerra (y durante la guerra). Sólo
la desigual exhaustividad de nuestros cálculos difiere algunos
años el impacto de este empeoramiento en la
mortalidad causada por accidentes.
Siguiendo el orden cronológico, la primera tendencia
apuntada está muy relacionada con la ausencia más
prolongada desde que se iniciara la explotación moderna
de los carbones del Guadiato de accidentes graves
relacionados con explosiones de grisú. ¿Fruto de un
mayor esfuerzo preventivo de la empresa o de una mayor
implicación y una vigilancia más efectiva del Estado?
Es difícil determinarlo, pero muy probablemente
ambos jugaron.
Mediada la segunda década del siglo pasado, el conocimiento
por parte de técnicos, empresas y mineros
de los peligros de las minas cordobesas estaba avalado
por la larga experiencia que antes se ha visto. El que entrañaba
el grisú fue especialmente grave en el sector
central de la cuenca (en la mina Santa Elisa sobre todo),
productor de las llamadas «hullas grasas», pero estaba
también presente en el de las «hullas secas», al este del
anterior (Cabeza de Vaca). El fuego era otro enemigo
temible en todas las explotaciones, incluidas (al oeste de
la cuenca) las de los carbones antracitosos (con distintas
designaciones según los momentos: El Porvenir, La Parrilla,
San Rafael…). Los incendios, que llegaban a durar
años, exigían un trabajo penosísimo de «enlodado»
hasta aislarlos; casi un combate cuerpo a cuerpo con el
fuego, librado con bolas de arcilla y tabiques de mampostería,
para preservar todo lo posible las capas ricas
en carbón (C
OHEN; 1997, pág. 296).
En Santa Elisa, las precauciones contra el grisú se
habían reforzado desde su compra, en 1882, por la
Compañía de los Ferrocarriles Andaluces, predecesora
de la S.M.M.P., a cuyas manos pasó a finales de 1900.
Las medidas adoptadas por Andaluces incluyeron un
mayor cuidado de la ventilación, la prescripción de partes
diarios de los vigilantes al ingeniero, la prohibición
de los barrenos dentro de las minas o, en caso de necesidad,
su accionado eléctrico y, sobre todo, la sustitución
de la vieja lámpara Davy por la Marssaut, con doble rejilla
(B
RARD; 1888). La Jefatura de Minas consideraba
que la empresa ponía «de su parte cuanto aconseja la
ciencia» (
EMME 1886, pág. 97; 1885, pág. 92); sin pasar
por alto lo peligroso de los trabajos en esta mina, «aun
llevados con orden», y la necesidad de reforzar la inspección,
ésta solía insistir en el impacto de imprudencias
y desobediencias de los obreros: abrir indebidamente
la lámpara forzando el precinto de plomo, fumar
en la mina y recurrir incorrectamente a barrenos eran algunos
de los comportamientos temerarios más citados
por los ingenieros
13.
Este tipo de juicios seguirá siendo habitual en el discurso
de los ingenieros sobre la seguridad en las minas a
lo largo de las décadas siguientes, aunque, a la vez, se
advierte un nuevo énfasis en las quejas por la consignación
ostensiblemente insuficiente del servicio de «policía
minera» de la Jefatura: un reconocimiento de la necesidad
de una implicación más consecuente del Estado
en la materia, expresado por quienes eran sus principales
agentes locales
14. En cierto modo, no es
paradójico
que a estas advertencias acompañaran constataciones de
avances en la inspección pública: para el Ingeniero-jefe
de Córdoba en 1915, Juan de la Escosura, estaba claro
que esos avances dependían de la «constancia» con la
que la Jefatura ejerciera esa función y de su capacidad
para mostrar una «completa imparcialidad en los casos
de accidentes y (de proceder) en todos con justicia»
(
EMME 1915, pág. 172). Otro ingeniero del servicio,
Emiliano Arriola, invirtió, en el transcurso de 1917, un
total de 24 días en visitas de «policía minera» al grupo
central de Peñarroya. Uno de sus «consejos» fue el de
colocar en cada lampistería algunas lámparas defectuosas
bien identificadas para comprobar el celo de los propios
obreros y de los revisores a boca de pozo al examinarlas.
A «la incultura del obrero» debía oponerse una
enseñanza paciente y «las oportunas correcciones». Pero
sus «prescripciones» se encaminaron a contrarrestar
el «abandono» y deficiencias de la ventilación observados
en diversos puntos de la explotación, que habían
originado concentraciones peligrosas de grisú: «la buena
ventilación es la verdadera seguridad, y relativa la de
la lámpara» (
EMME 1917, págs. 203-204).
Las memorias oficiales dan cuenta también de los
esfuerzos de la empresa para mejorar la seguridad de
labores y personal obrero. En 1913 se reformaron y
completaron sendas estaciones de salvamento y de experiencias
para el grupo minero de los carbones «grasos
», instaladas en 1908. Al servicio de la primera, dotada
de teléfono portátil y dos aparatos respiradores para
auxilio a los asfixiados, fueron asignados cuatro equipos,
formados cada uno por un ingeniero, un jefe minero
y tres obreros. La segunda quedó instalada en el cercado
del pozo Antolín (desde hacía unos años, nuevo
centro de gravedad del grupo minero de los «grasos»),
en un barracón de 4
× 4 metros, en el que cada diez días
se probaba el correcto aislamiento de los operadores, al
tiempo que uno de los equipos repetía las pruebas en
zonas de difícil acceso del interior de la mina para comprobar
la circulación del aire. Los análisis en el laboratorio,
también reacondicionado, para la prevención del
riesgo de grisú se hacían semanalmente (
EMME 1913,
pág. 155)
15. En los años 20, los equipos de salvamento
(tres) ya no estaban dirigidos por ingenieros sino por
jefes mineros (auxiliares facultativos) y los simulacros
se repetían cada domingo, a menudo en presencia de
los ingenieros del Estado. El «gabinete de salvamento»
contaba con una enfermería que atendían un director
médico y dos practicantes, que reconocían detenidamente
a los integrantes de los equipos antes y después
de los ejercicios para verificar la eficacia de todo el dispositivo
16.
La primera de las exigencias de la seguridad minera
era la buena ventilación de las labores. Casi sin excepción
(como la mencionada más arriba), los informes
anuales del responsable del distrito minero cordobés
solían constatar que en las minas de la S.M.M.P. se llevaba
«cuidadosamente», con apoyo mecánico ahí donde
era necesario, «para evitar, dentro de lo posible, las
peligrosas explosiones de grisú» (EMME 1917, pág.
163). En 1908 se mejoró el mecanismo en el grupo de
minas antracitosas con la instalación de un compresor
de 50 caballos y su correspondiente batería de generadores
de vapor, conectados a cinco ventiladores «destinados
á combatir victoriosamente los abundantes desprendimientos
de ácido carbónico y ácido sulfhídrico»
(EMME 1908, pág. 264). Al mismo tiempo, en Cabeza
de Vaca el descubrimiento y la explotación de nuevas
capas exigieron un reforzamiento del sistema de ventilación.
Sin duda, los esfuerzos técnicos en general fueron
particularmente enérgicos en el sector de los «grasos»,
centro y principal motor de la modernización impulsada
por la S.M.M.P. en la explotación de los carbones del
Guadiato, y el mayor exponente de la que, en el primer
decenio del siglo XX, era considerada ya la «primera
instalación de España» en este tipo de minas (EMME
1910, pág. 178; también 1908, pág. 268). En concreto,
sobre la ventilación artificial, las informaciones más
precisas datan de los primeros años 20: se efectuaba
diariamente por medio de un ventilador accionado eléctricamente,
de 250 revoluciones por minuto. El aire llegaba
por tuberías a los frentes de trabajo y anchurones
donde estaban instaladas sus maquinarias, regulándose
su circulación con compuertas; las zonas incendiadas se
mantenían aisladas con tabiques dobles y para el retorno
del aire se utilizaban galerías antiguas, invalidadas
para el tránsito del personal, y de sección nunca inferior
a medio metro cuadrado (EMME 1924, págs. 281-283).
Ya hacía tiempo que se empleaba la pega eléctrica de
los barrenos en labores de profundización, y en las demás
los encendedores de seguridad: los barrenos se hacían
con martillos neumáticos en piedra y con picos y
palancas en carbón. Asimismo, aumentaba el número de
lámparas de seguridad de bencina y eléctricas (con autonomía
de 10 a 12 horas) y disminuían las de aceite de
oliva. En 1913 los obreros sólo disponían de estas últimas,
mientras que las primeras estaban reservadas a los
ingenieros y los vigilantes.
Como se ha dicho, era en este sector central de la explotación
donde más necesario era extremar las cautelas.
Entre ellas, la de repetir tres veces al día, antes de cada
relevo, las mediciones del grisú y parar los trabajos
siempre que su proporción excediera del 1,5% (EMME
1925, pág. 261)17. Es verdad que, mediados los años
veinte, la coyuntura era de intensa reestructuración económica
y técnica para todo el sector carbonífero, pero la
implantación de esa práctica podía ser anterior. A pesar
de todo, nunca desaparecía la acechanza de un desprendimiento
súbito de grisú18 y de otras emanaciones potencialmente
mortales: aun haciendo suyas reiteradamente
las imputaciones patronales a la imprudencia de algunas
víctimas, los informes oficiales de los años 30 admitían
que la siniestralidad, que consideraban entonces «muy
pequeña», «difícilmente podrá reducirse en mina de tan
peligroso laboreo»19.
La guerra civil dio paso a un grave retroceso de la
seguridad laboral en la cuenca. La cabecera minero-industrial
fue ocupada por las fuerzas sublevadas el 13 de
septiembre de 1936, tras una impresionante evacuación
durante la noche anterior (MORENO; 1985, pág. 434), y
marcó una de las líneas de frente hasta los últimos momentos
de la guerra20. El complejo productivo fue militarizado
y su dirección tuvo que improvisar una parte de
la mano de obra ante el éxodo masivo de mineros21: desde
noviembre de 1936 comprobamos en nuestra base de
historiales obreros una nueva «oleada» de incorporaciones,
de procedencias a veces bastante remotas. Entre
ellos, prisioneros, de los que se organizaron varios campos
en localidades cercanas (MORENO; 1987, pág. 41 y
sigs.). El seguimiento de las trayectorias de estos obreros
revela la brevedad relativa y la excepcionalidad de
su presencia en la zona.
El incremento que registran las tasas de mortalidad
calculadas es muy claro en 1945 y 1946: la del último
año iguala la cota del trágico 1909, máxima del período
sin que en este caso quepan alternativas de estimación a
la baja, dadas las escasas diferencias entre los distintos
denominadores que pudieran utilizarse. Por el contrario,
igual que antes, un cálculo limitado a los lugares
concretos donde trabajaban los accidentados llevaría a
cifras más altas.
Pero el crecimiento de la siniestralidad había empezado
bastante antes. La estadística de muertes basada
estrictamente en la documentación hospitalaria consultada
arroja en 1941 la segunda frecuencia absoluta más
elevada de toda la serie reconstruida (siete decesos), a
pesar de cubrir únicamente la mitad del año. Desde
1939, recién reanudada la publicación de la Estadística
Minera, las memorias del jefe de distrito señalan la
vuelta de las muertes provocadas por explosiones de
grisú. Seguras: una ese año en la mina Cervantes (del
sector de las antracitas); cuatro en 1940, en San Rafael
(mismo sector), lo que con razón podía «considerarse
como uno de los más graves (accidentes) ocurridos,
desde hace muchos años, en las explotaciones de Peñarroya
»; tres más en Cervantes en 1946; y otras dos, insuficientemente
localizadas en los informes, repartidas
entre 1949 y 1950 (EMME 1939, pág. 291; 1940, pág.
214; 1946, pág. 252; 1949, pág. 252 y 1950, pág. 246).
Tanto Antolín (1947) como San Rafael (1950) conocieron
violentos incendios.
Desde el primer momento los ingenieros del Estado
identificaron las causas que condujeron a este recrudecimiento
de la siniestralidad (EMME 1939 y 1940). Una
era la escasez de elementos esenciales de trabajo, y particularmente
la falta de recambios para las lámparas
eléctricas de seguridad e incluso para las de aceite; hasta
el punto de tener que volverse a los viejos carburos
en los lugares donde podía contarse con un circuito directo
de ventilación. La otra eran las consabidas imprudencias,
ahora agravadas por «la poca preparación de
muchos de los obreros ingresados», no obstante la muy
probable presencia entre ellos de mineros «de oficio»,
señalada por las decenas de asturianos o los más numerosos
onubenses del Andévalo y de la Sierra cuyas llegadas,
seguramente forzadas, detectamos en esos años
en nuestra base de historiales. El recurso a las viejas
lámparas avivaba el peligro, incluso entre el personal
más experto, pero «acostumbrado a la mayor seguridad
de las lámparas eléctricas». La precariedad del alumbrado
tenía que reducir la capacidad del obrero de advertir
«cualquier indicio de peligro con tiempo suficiente
para buscar su salvación dentro de la casi obscuridad
que le envuelve». Por otra parte, no se ocultaba a
los ingenieros que las soluciones a esta inseguridad
rampante eran
«poco compatibles con la mala situación de las lampisterías
y con el reducido precio de coste que, en relación con la mala
calidad de los carbones, debiera tener la explotación de dicho
grupo».
La consideración económica citada (y subrayada
por nosotros) se refería en este caso concretamente a
los carbones antracitosos; pero, más allá de la precisión
y de la coyuntura en la que se inscribía el comentario,
señalaba, como es bien sabido, uno de los condicionantes
decisivos (y estructurales) de la prevención de los
accidentes de trabajo y de su evolución: en su reconocimiento
jurídico y su tutela por los Poderes Públicos,
y en la práctica de las empresas. Como no deja de suscitarse
en una triste actualidad. Inseguridad y costes
entraban también en liza en la mención de «un personal
CUADRO III. Distribución de los fallecidos según la edad (*)
Edad (años cumplidos) Fallecidos % (total) % acumulado (total) % (conocidos) % acumulado (conocidos)
14-16 6 5,94 5,94 6,98 6,98
17-19 3 2,97 8,91 3,49 10,47
20-29 20 19,80 28,71 23,26 33,73
30-39 20 19,80 48,51 23,26 56,99
40-49 19 18,81 67,32 22,09 79,08
50-59 12 11,88 79,20 13,95 93,03
60 y más 6 5,94 85,14 6,98 100,00
Desconocida 15 14,85 100,00
TOTAL 101
Fuente: Hospital de la S.M.M.P. (elaboración propia).
(*) Años documentados entre 1902 y 1950.
(amén de poco preparado) no bien alimentado en relación
con el trabajo exigido», con la lógica repercusión
de todo ello en su rendimiento22.
III
EDAD, ANTIGÜEDAD Y CAUSA DE MUERTE:
PERFILES DE LA MORTALIDAD ACCIDENTAL
EN PEÑARROYA
Aunque incompleta, como ha quedado expuesto, la
muestra de casos constituida a partir de los partes hospitalarios
permite, sin dejar de lado la precaución necesaria,
otras precisiones estadísticas interesantes sobre
el fenómeno estudiado. El análisis también puede
sacar provecho de pistas más «cualitativas», como las
que brindan los diagnósticos médicos y la perspectiva
longitudinal que ha guiado la reconstrucción de los
historiales.
1. LA EDAD DE LOS FALLECIDOS: UNA DISTRIBUCIÓN
(LIMITADAMENTE) DESIGUAL, Y VARIABLE
La mención de este dato en los partes de accidente
del hospital de la S.M.M.P. dista de ser general. 45 de
los que consignaban fallecimientos de obreros carecían
de ella. Sin embargo, para 30 de estos obreros encontramos
información para estimar la edad en los historiales
médicos reconstruidos. De los 15 casos restantes, dos
fueron víctimas de la explosión de Santa Elisa de 1909
(recuperados a partir de la Revista Minera) y nueve corresponden
a desgracias producidas en los primeros
años de nuestra serie (entre 1902 y 1905), lo que tenía
que dificultar el hallazgo de indicios anteriores sobre
los difuntos para proceder a una estimación. Pero en el
conjunto de las 45 inscripciones que no recogen la
edad, resalta la proporción de las que se refieren a
muertos entre 1940 y 1950 (26: 58%): sin olvidar las
discontinuidades de la documentación utilizada ni su
impacto diferenciado en el transcurso del período que
se estudia, es apreciable una pérdida de calidad del registro
(que viene a coincidir con la constatada de las
condiciones de trabajo). Los 86 casos de edad conocida
(consignada o estimada) dan una media de algo más de
37 años (y una mediana muy parecida), pero con una
desviación estándar de 15 (coeficiente de variación cercano
al 41%).
La concentración entre los 20 y los 50 años de edad
no puede sorprender, dados los rasgos generales que
pueden suponerse al histograma de edades de los efectivos
obreros (al margen de algunas modificaciones a lo
largo del período). Si acaso, merece subrayarse la proporción
de más del 20% que aportan al conjunto los fallecidos
con 50 años o más.
La distribución cronológica de las edades (figura 9)
pone de manifiesto una cierta dinámica: 1) Una significativa
concentración de los casos de fallecidos adolescentes
antes de 1920. 2) Un predominio, a lo largo de
los años 20 y 30, de las edades maduras, entre 30 y más
de 50 años. La variación no puede interpretarse como
una mera consecuencia de la metodología del análisis,
puesto que, como advertimos, se procesaron indiscriminadamente
todos los casos de muerte documentados, independientemente
de la edad del obrero en el inicio de
la trayectoria reconstruida («edad de entrada de observación
»). En cambio, la evolución pudo estar influida
por otra paralela de la composición por edades de la mano
de obra del complejo productivo. 3) Desde finales de
los años 30 se refuerza la dispersión, pero destaca la
presencia de casos en la franja comprendida entre los 20
y los 30 años de edad.
2.
LA «EXPERIENCIA» EN EL TRABAJO COMO FACTOR
:
UNA CONFIRMACIÓN DE LAS DIFICULTADES A PARTIR DE LA
GUERRA
A diferencia de lo que sucede en otras vertientes de
nuestra investigación, que se basan en cohortes obreras
estudiadas desde el inicio, a edad juvenil, de su actividad
laboral en los trabajos de la S.M.M.P., en este análisis
no puede establecerse, con carácter general, una
correspondencia entre la «antigüedad» en el trabajo y el
tiempo de «permanencia en observación» del obrero
hasta la fecha de su muerte. La media que se obtiene
para este último es de algo más de 9 años, pero en casi
un tercio de los casos ni siquiera llega a 1 (y casi un
23% son obreros detectados en un único documento).
De ahí una mediana muy inferior al promedio, en torno
a 5 años. En comparación con la distribución por edades,
no hay que perder de vista que se ha producido un
aumento de 15 casos en el universo de referencia, 12 de
los cuales son obreros sobre los que no hemos contado
con más registros para cada uno que el que nos informa
de la defunción. Por otra parte, si los historiales más
breves incluyen, pero no son siempre, los de obreros
«inexpertos», la juventud era una característica frecuente
de estos últimos, aunque tampoco de todos.
Es evidente (figura 10) que el predominio, hasta
1920, de los intervalos cortos entre primeras observaciones
y fallecimientos, y la tendencia posterior a la dispersión
de los casos tienen mucho que ver con la cronología
de la fuente y el procedimiento de reconstrucción de
historiales que se ha aplicado. No todo, sin embargo, es
tautológico: 1) Acabamos de comprobar el peso de los
muy jóvenes entre los muertos de los dos primeros decenios
del siglo. 2) La diferenciación que se produce
después no excluye una importante concentración de ca
sos de muy corta trayectoria laboral en la cuenca, a partir
de 1937: su perfil de edades es, como hemos visto,
más elevado que el de principios de siglo, de adultos jóvenes.
Pero a esas alturas del siglo, la permanencia en
observación sí es un indicador fiable de la experiencia
de los obreros, o como mínimo de su experiencia laboral
en la cuenca de Peñarroya, muy especialmente en el tramo
de edades indicado.
También para escapar al peligro, «la experiencia es
un grado». A la inexperiencia de muchachos en plena
etapa inicial de una formación «normal» como obreros
en las primeras décadas del siglo, se opone la de trabajadores
de más edad, pero a menudo veinteañeros, «reclutados
» en las circunstancias excepcionales de la guerra y
la posguerra y confrontados al drástico empeoramiento
de las condiciones de vida y de trabajo.
3. A
LGUNAS OBSERVACIONES A PROPÓSITO DE
«
RIESGOS PROFESIONALES» Y «CAUSAS DE MUERTE
»
No es sorprendente el abultado predominio de los
mineros que muestra la distribución de los fallecidos según
el servicio o departamento de la empresa en el que
estaban empleados y sufrieron el accidente (cuadro V):
apenas menos de 4 de cada 5 muertes. Está claro que este
rasgo sería todavía más acusado si en el cálculo hubieran
entrado también las muertes de las que no hemos
hallado noticias en la documentación del hospital. También
es patente la relevancia especial que incumbe a las
minas de «hullas grasas»: cerca de la mitad de los casos
del cuadro; muy probablemente más, habida cuenta de
aquellos en los que figura la designación genérica «hullera
». De los muertos cuyo «cargo»
23
consta en los partes
de accidente (70%), los vagoneros son los más numerosos
(30%) y la proporción de los empleos mineros
sobrepasa el 80%. A falta de tasas específicas según las
actividades (que, a esta escala de análisis, añadirían poco),
y aun conociendo la dominante minera de las plantillas
de la S.M.M.P. en la zona (y entre los historiales
reconstruidos), la desigualdad de los «riesgos profesionales
» y de sus consecuencias según los tipos de trabajo
no ofrece la menor duda.
La clasificación de las muertes en función de su
«causa» (cuadro VI) se refiere a las lesiones descritas en
los diagnósticos médicos, no a la clase u origen de los
accidentes que las ocasionaron. La limitada tipología de
lesiones mortales y la preponderancia acusada de traumatismos
y quemaduras son coherentes con la propia
naturaleza de los «riesgos». Pasar de las lesiones diagnosticadas
a la clase de accidentes que las causaron no
es siempre asequible porque, a falta de especificaciones
en los partes hospitalarios (habitual) y a menos que los
informes de la Jefatura de Minas contengan datos que
aclaren nuestras dudas (a veces), en buena parte de los
casos no puede darse por sentada una correspondencia
única y necesaria entre grupo de lesiones y tipo de accidentes.
Hemos citado ejemplos de víctimas de explosiones
de grisú que perecieron, unas aplastadas y con politraumatismos
a causa de los hundimientos consecutivos,
y otras asfixiadas «por compresión». La misma distinción
entre lesiones mortales que ha habido que hacer
para elaborar la distribución resulta
inevitablemente artificial
o azarosa en más de un caso con lesiones múlti
ples. Los politraumatismos severos también podían ser
ocasionados por otros accidentes: hundimientos en general,
caída de piedras, caída de los obreros por pozos,
rotura de máquinas o cables, atropello por vagonetas…:
los mineros eran, como sucedía en general, los más expuestos,
pero estas lesiones son también las más mencionadas
entre las víctimas mortales accidentadas en la
fundición. La asfixia podía ser también consecuencia
de la inhalación de gases tóxicos: ácido carbónico estancado
en alguna zona de una mina
24, o trabajando en
la extinción de un incendio
25. Las explosiones mortales
eran también causadas por los barrenos
26.
El grupo de las «otras» causas incluye, sobre todo,
algunas imputadas, en el propio parte de accidente, a
circunstancias, precisadas o no, «ajenas al accidente de
trabajo» o «a la Sociedad». Salvo alguna excepción
27, es
difícil hacerse una idea cabal sobre estos casos. Entre
las causas de muerte señaladas encontramos:
gastroenteritis
crónica y degeneración grasosa del corazón»
(1902), «pneumonía grippal» (1903), «tuberculosis»
(1908), «enfisema pulmonar y lesión cardiaca» (1917),
«enfermedad edematosa por insuficiente alimentación»
(1941); o, simplemente, «enfermedad que ignoramos, de
repente» (1935), o «enfermedad intercurrente» (1948).
Estas anotaciones figuran en los partes de accidente junto
a menciones de otras lesiones, generalmente traumáticas
y, en apariencia, de muy desigual gravedad. Los plazos
transcurridos desde que tuvieron lugar los accidentes
que dieron pie a las respectivas bajas de los obreros
hasta que se produjo su muerte son también variables:
desde pocos días hasta varios meses. El último no deja
de ser un parámetro relevante para lo que interesa que
recalquemos aquí a partir de este grupo de casos: los
contornos no siempre precisos de lo que puede y lo que
debe considerarse muerte por accidente, problema que
se suscita insistentemente en los tiempos actuales (ya
sean accidentes laborales o de otra índole). Por no hablar
de «enfermedades profesionales», cuyo reconocimiento,
discretísimo y sumamente modesto y frágil,
despegó en España a comienzos del siglo pasado por vía
de jurisprudencia y tomando como base el del «accidente
de trabajo» (COHEN y FERRER; 1992). Y sin olvidar,
por último, en un plano más general, las dificultades que
plantea al análisis demográfico de la mortalidad el «encadenamiento
de causas complejas» de muerte y la necesidad
de dar «prioridad a la causa principal» (VALLIN
y MESLÉ; 1988, especialmente págs. 76-81).
Añadamos que la repercusión de este grupo más
«problemático» de muertes en las más significativas de
las tasas que hemos calculado puede considerarse intrascendente.
Para terminar, algunos breves ejemplos pueden ilustrar
cómo, remontándonos en los historiales de los obreros
fallecidos, una perspectiva más global de los riesgos
relacionados con el trabajo permite advertir mejor la imbricación
existente entre sus efectos más frecuentes
(«banales») y sus manifestaciones más trágicas. Algunos
fallecidos entre 1937 y 1941 llevaban sólo meses
trabajando en la cuenca; algo más, de todas maneras,
que uno de los muertos en 1917, en Antolín, ¡dos días
después de haber sido reconocido por primera vez en el
hospital de Pueblonuevo del Terrible! De este último sabemos,
sin embargo, que venía de las minas de El Soldado
y que le faltaba un ojo. Esta situación no es única
en la muestra estudiada; alrededor de una docena de historiales
ponen al descubierto antecedentes más o menos
relevantes de lesiones, casi todos por reiteradas y alguno
por su envergadura: incrustaciones de partículas en ojos,
pérdida de visión, sordera y contusiones de diversa gravedad
y localización. Uno de estos casos es el de un
obrero de Antolín que había sufrido en 1941, semanas
después de su primer reconocimiento, graves contusiones
torácicas, con fractura de costillas y lesión pleural y
enfisema consecutivos, tres años antes de fallecer por
quemaduras generalizadas en otro accidente en la misma
mina.
Ni que decir tiene que cualquier generalización finalista
en el sentido de identificar antecedentes y causas
estaría fuera de lugar. Los casos de muerte se cuentan
por decenas en medio siglo parcialmente documentado
por la fuente hospitalaria, y los de lesiones (la inmensa
mayoría leves) por muchos cientos cada año.
Por otra parte, y con un horizonte más general que el
que aquí se ha abordado, la potencialidad preventiva de
observaciones médicas consignadas en boletines de reconocimientos
a obreros puede discernirse tanto como
las realidades de una práctica social muy determinada
por otros elementos conjugados: gestión patronal (de la
que no se podría sustraer a una medicina de empresa),
presión de un entorno económico-social y urgencias de
muchos de sus pobladores, y coyunturas que inciden de
un modo u otro en los otros condicionantes. En ello radica
justamente la complejidad del problema. Y, en cierto
modo, su persistencia (con variantes fundamentales),
aunque, aquí y ahora, el protagonismo principal haya
cambiado de sector de actividad.
A
RÓN COHEN*, AGUSTÍN FLETA**, FRANCISCO RAMÍREZ*** Y EDUARDO DE LOS REYES
****
* Departamento de Geografía Humana. Universidad de Granada
** Departamento de Sociología. Universidad de Sevilla
*** I.E.S. «Virgen de la Caridad», Loja, Granada
**** I.E.S. «Jiménez de Quesada», Santa Fe, Granada