LA BARONESSA COSTANZA
Francisco José Aute Navarrete
Entre las muchas cosas olvidadas y pendientes de atención que hay en nuestra ciudad, en el cementerio de Pueblonuevo se encuentra
una tumba que desde siempre llamó poderosamente mi atención: es una vieja sepultura
en tierra, intercalada como una más entre los
viejos y sencillos
panteones de los franceses muertos en los tiempos de la colonia y aquellos otros más presuntuosos y barrocos de
los terribleños pudientes
de la época que, hasta en la muerte que todo lo iguala, quisieron distinguirse.
Este artículo fue
publicado por el Sr. Aute en la revista de feria de Pueblonuevo de 2002. Debido a la escasa
difusión de este tipo de
publicaciones, y al evidente, como el lector podrá comprobar, interés del texto, se
reproduce aquí con el
permiso del autor y las fotografías proporcionadas por éste.
Como decía, siempre me
pareció que en torno a esta tumba había cierto halo de nostalgia y tristeza infinita, en cualquier caso, aun no
estando especialmente
deteriorada, basta mirarla para sentir su abandono, para saber que nadie se ha acercado a ella en muchos,
muchísimos años,
trasluciendo tal aire de orfandad que basta contemplarla para comprender la infinita y eterna soledad de los
muertos. No es de
extrañar que esta tumba llame la atención y, quiero recordar que desde estas mismas páginas de la revista de feria
en alguna ocasión se
aludió a ella.
El enterramiento en sí es
muy sencillo, como casi todos los de la colonia extranjera de los tiempos dorados. En torno a un pequeño
túmulo trapezoidal, seis
pilastras metálicas, tres en cada lateral, sostienen los eslabones de una gruesa cadena que delimita el
rectángulo de la
sepultura. En la cabecera una lápida vertical proporciona una escueta información sobre el difunto: “Baronessa
Costanza Bich Perrod
d’anni 26”. Nada más, ni siquiera una cruz. Únicamente el consabido R.I.P. nos informa de que la difunta¿Y quién era esta baronessa? Supongo que, antes y después que yo, más de uno se lo ha
preguntado. Lo cierto es que la soledad y el
abandono que trasluce su
sepultura y la escasa información que aporta la lápida pueden hacer pensar que nada hay de interesante y
sin embargo, en la
baronessa Costanza, se entrelazan varias sugestivas historias. Por la grafía del título, con doble ese, y el nombre
de Costanza y no
Constanza cualquiera puede concluir que esta mujer era italiana o de origen italiano, lo que además nos confirma la
expresión “d’anni 26”, es
decir, fallecida a los veintiséis años. Sin embargo los apellidos, Bich y Perrod, más parecen franceses que
italianos.
Efectivamente Costanza
era italiana, piamontesa, pero ni era baronesa ni nunca lo fue, como luego veremos. Costanza Perrod fue
nieta del poderoso
industrial Luiggi Perrod, de Aosta, que tras haber conseguido el éxito en sus negocios destinó sus hijos a la
política y la diplomacia.
Uno de ellos, Eduardo Perrod, fue cónsul general del flamante reino de Italia en Montevideo, mientras que
su hermano Enrico lo fue
en Sao Paulo, a la sazón capital de Brasil. Enrico Perrod, en una de sus visitas a su hermano, conoció a una
joven criolla de origen
alemán y piel transparente, Adela Terber, con la que en poco tiempo contrajo matrimonio. De esta unión, en
1884, en Sao Paulo, nació
Costanza Perrod Terber. Enrico abandonó la carrera diplomática muy pronto, en especial cuando que los
sucesos de 1882 habían
enrarecido el ambiente para los inmigrantes italianos del cono sur americano, por lo que Enrico regresó a
Italia, instalándose en
Turín con su esposa.
En Turín fue donde
Costanza conoció a su marido, el supuesto barón Mario Bich, ingeniero de minas de Saint-Étienne del staff de la
Sociedad Minera y
Metalúrgica de Peñarroya en Pueblonuevo, estando destinado a las explotaciones metalíferas de esta compañía.
La joven pareja se
instaló en Pueblonuevo del Terrible fijando su residencia en el número siete de la calle Echegaray, en el poco
SIZIGIA Nº1
MAYO-2009
E.U. POLITÉCNICA DE
BELMEZ
recomendable barrio, en
aquella época feliz, de la Estación de la Estrecha. La ventura de la joven pareja fue breve pues el 5 de
diciembre de 1910,
Costanza, tras unos duros días de tremendas fiebres murió víctima de una meningitis simple, término con que en
aquella época se
englobaban los diversos tipos de meningitis actualmente diferenciados y que también se conocían como fiebre
cerebral o, simplemente,
como unas fiebres. Las casi recién inventadas sulfamidas nada pudieron hacer por la joven.
De la pobre Costanza nada
más quedó en el mundo si no el recuerdo pues, a su poca edad, ni siquiera tuvo ocasión de alumbrar
ningún hijo. Su marido,
Mario Bich, sumido en la tristeza, regresó a su ciudad natal, Turín, para reponerse allí, entre su familia, de
las penalidades
pasadas.
Mario Bich era en ese
momento el miembro más joven de la dinastía Bich, familia franco-italiana cuyos orígenes se remontan al siglo
XIV, y que
tradicionalmente habían vivido en el valle de Aosta de tradición francófona. Su bisabuelo, Pantaleón Bich, fue un hombre
de singular mérito que
supo llegar desde pequeño comerciante hasta gran potentado que explotaba unas minas de hierro en Aosta y
sus correspondientes
altos hornos, así como también varias industrias textiles. A su manera, los Bich fueron una familia
comprometida con su
comunidad y con el progreso social de ésta, lo que les valió el reconocimiento de sus vecinos. Más tarde,
Emmanuel Bich
(1796-1866), médico por la Sorbona, por sus desvelos por la población en tiempos de epidemias, y también por la
trayectoria social de su
familia, recibió el reconocimiento del rey de Cerdeña, Carlos Alberto, más tarde rey de Italia, que el 13 de
julio de 1841 le concedió
el título de barón “in consideracione della civilissima famiglia”, con escudo acuartelado con cabezas de
perro y torres almenadas,
símbolos de fidelidad y de fuerza y con picos montañosos de gules y lises como referencia a las cimas
alpinas que limitan el
valle de Aosta.
El único hijo de Emmanuel
Bich fue Claudio Bich, abogado y académico que casó dos veces dejando tras de sí un hijo de cada
matrimonio. Con su
primera mujer, Gabriella Mola de Nomaglio, tuvo a Emmanuel, que sería conocido en la familia como Lino y
que heredaría el título
de barón. Con María Teresa Vialet de Montbel concibió a Amato-Mario, Mario, nacido el 19 de diciembre de
1882, persona vivaz e
inteligente que viviría obsesionado por las máquinas, la velocidad y el progreso y que, como vimos, estudió
minas y acabó casado con
Costanza Perrod y viviendo en Peñarroya.
Mario Bich gustaba
autotitularse como barón, título que ni de hecho ni de derecho le correspondía en cuanto que tenía un hermano
mayor y, como mucho, sólo
debía recibir el tratamiento honorífico de “dei baroni”, es decir, de la casa o la familia del barón. Sin
embargo Mario usaba
indebidamente el título de su hermano como lo vemos en el enterramiento de su esposa Costanza; de hecho, a
causa de este uso
indebido del título, Mario tuvo varias serias discusiones con su medio hermano Lino hasta que, finalmente, tras una
discusión extremadamente
seria en los años veinte, Mario nunca más volvió a llamarse a sí mismo barón y prohibió encarecidamente
a sus tres hijos que lo
hiciesen, cosa que en ningún caso respetaron.
Como dijimos, tras la
muerte de Costanza, el joven Mario, pseudobarón de Bich, regresó a Turín para reponerse y la mejor manera de
hacerlo fue la de
casarse, el día 9 de mayo de 1912, con la joven María Victoria Muffat de Saint Amour de Chanaz, hija del marqués
de Muffat y nacida en
1886. Sin embargo, Mario, preocupado tras la muerte de Costanza por los insalubres aires de Pueblonuevo, no
permitirá que su actual
esposa viaje hasta España, quedándose ésta en Turín, donde en 1913 daría a luz a su hija Thèa y más tarde, el
19 de julio de 1914, a su
primer hijo varón que fue llamado Marcel. El comienzo de la primera guerra mundial impediría a los
esposos normalizar su
situación familiar, por lo que Marcel Bich pasaría sus primeros cinco años en Turín.
Acabada la contienda,
Mario Bich, sintiendo nostalgia, decide que su familia se reúna con él en Pueblonuevo, para lo que abandona
la vieja casa de la calle
Echegaray y solicita y obtiene de la SMMP, en las inmediaciones de la plaza de España, una casa de mayores
proporciones y más acorde
con su categoría, lo que se hacía más necesario aún porque se esperaba que la familia aumentase en poco
tiempo.
El
matrimonio Bich destacaba entre la colonia extranjera de Pueblonuevo por su porte aristocrático. María Bich era una mujer
menuda, de cabellos
castaños peinados en ángulo sobre su frente. Su rostro enérgico quedaba suavizado por sus dulces ojos azules,
que le conferían tal aire
de nobleza que su sola presencia imponía respeto; sin embargo era una mujer activa, tanto que, según los
amigos de la familia,
parecía que bajo sus ropas en lugar de músculos había resortes, pues siempre estaba en movimiento para
desánimo de chachas y
criadas. Hablaba con soltura seis idiomas: piamontés, italiano, francés, inglés, español y alemán y dirigía a su
pequeña prole con
decisión y autoridad.
Por el contrario Marcel
Bich era un hombre campechano y jovial, un tanto excéntrico, que dedicaba semanas y semanas a construir
máquinas e inventos
imposibles sin conseguir, en muchos casos, hacerlos funcionar adecuadamente. De estatura mediana y
complexión robusta, con
aspecto ágil y un tanto pícaro, el barón resultaba muy atractivo al sexo femenino a la vez que un tanto
inquietante, lo que era
debido a que en su fisonomía había, digamos un pequeño truco, que le daba ese aspecto diferente y misterioso,
y es que Mario Bich tenía
su ojo izquierdo levemente más pequeño que el derecho, lo que confería a su mirada un toque entre
perturbador y revoltoso.
Mario Bich vivió hasta 1955 sobreviviéndole su esposa hasta 1966.
Así pues, al verano
siguiente al armisticio de Versalles, Mario Bich viajó a Turín para encontrarse con su familia pero en esta
ocasión, al termino de
sus vacaciones, regresó a Pueblonuevo del Terrible acompañado de su esposa y sus tres hijos, Thèa, Mario y
Alberto. Pese a todo
Mario aún sentía una fuerte prevención por los aires poco saludables de Pueblonuevo que, pocos años atrás, le
habían arrebatado a su
primera y joven esposa, por lo que dudó largamente en hacer venir a su hijo Marcel, de salud más delicada que
sus hermanos. Finalmente
Mario acompañó a sus hermanos sólo para confirmar los temores de su padre pues Marcel, de inmediato,
se vio afectado por el
paludismo, mal endémico de la zona en aquella época y uno de los principales azotes para la salud de la
comarca junto con las
fiebres tifoideas y la dochmiasis o anquilostomiasis que por entonces se cebaba en la población minera.
Precisamente ese año en
que Marcel se vio atacado por el paludismo, 1919, a requerimiento de la SMMP llegaban a Pueblonuevo los
primeros miembros de una
comisión antipalúdica que, financiada por la Fundación Rockefeller, luchaba contra esta enfermedad en
España. Encabezados por
el doctor Pittaluga, a la sazón el mayor especialista europeo en enfermedades tropicales, y con la ayuda
generosa de la SMMP que
costeaba la quinina en grandes cantidades, la comisión antipalúdica, con la novedosa ayuda del DDT y de
la siembra de eucaliptos,
comenzó a luchar contra los mosquitos anopheles propagadores del virus del paludismo.
SIZIGIA Nº1
MAYO-2009
E.U. POLITÉCNICA DE
BELMEZ PÁG.29
De esta manera Marcel
Bich se vio inmerso en un ambiente radicalmente distinto al que había conocido hasta entonces, pasando del
ambiente aristocrático y
francófono de su familia al ambiente mucho más burgués de la colonia francesa de Pueblonuevo del Terrible
y al idioma español que
aprendió en sus calles. De hecho Marcel siempre habló con mucha más corrección el español que el italiano
de su infancia, mezcla de
italiano y piamontés, hasta el punto de que se sentía incómodo hablándolo y frecuentemente, para poder
continuar una
conversación, tenía que pedir ayuda a su mujer acerca de algunas palabras. Marcel, que tuvo tres mujeres y once hijos,
siempre habló con ellos
en francés.
De su época en
Pueblonuevo, Marcel, siempre recordó con alegría sus correrías por las calles, las exploraciones a los barrancos, el
ambiente de camaradería
de sus juegos infantiles y el taller de su padre poblado de fantásticos artilugios mecánicos. De lo que desde
luego no conservaba
buenos recuerdos fue de sus frecuentes crisis de fiebres palúdicas y de los larguísimos viajes en tren hasta Turín,
donde había que hacer
hasta tres y cuatro transbordos acumulando retrasos y perdiendo enlaces. Otro mal recuerdo era el del
automóvil de su padre,
pues Mario Bich, apasionado de la mecánica y la velocidad, poseía un automóvil desde algunos años antes,
que por cierto debió de
ser el primero o uno de los primeros en recorrer las calles de Pueblonuevo, y al que Marcel le tuvo pocas
simpatías porque en las
frecuentes excursiones que su padre organizaba, el aire glacial que en invierno se colaba a través de la capota
le provocaba
insoportables dolores de oídos y frecuentes bronquitis que complicaban su quebradiza salud. Por cierto que Marcel Bich
cuando evocaba su
infancia en Pueblonuevo del Terrible solía referirse con amargura al traje de marinero que, como a otros niños, le
obligaban a llevar pero
que le hacía sentirse incómodo en sus juegos callejeros junto a otros niños cuyos padres se preocupaban
mucho menos por su
vestimenta y su pulcritud.
En 1923 Mario Bich decide
dejar la SMMP y se instala con su familia en Madrid, en un espacioso piso de la calle Juan de Mena.
Mario, inventor eficiente
pero mal negociante, intentó hacer fortuna vendiendo unas cafeteras para bares de su invención y otros
artilugios que, pese a
ser eficaces, resultaron demasiado novedosos para la atrasada y somnolienta sociedad española de la época. Sin
embargo sí tuvo bastante
éxito como concesionario de los automóviles Hispano-Suiza e Isota-Franchini con los que llegó a hacer
buenos negocios. De su
época madrileña, lo que Marcel recordaría con más curiosidad sería a los serenos. En Madrid nacería el
último hijo de Mario y
Maria Victoria Bich, Marcel, Gonzalvo, conocido como Lalo.
Finalmente en 1925 Mario
Bich decide probar suerte con la agricultura y convence a su mujer para que venda sus posesiones
familiares de Alba, en el
Piamonte, para adquirir unas fincas en Montrichard, Francia. Marcel y sus dos hermanos pequeños son
enviados internos al
colegio de los dominicos de Saint-Telme, en el valle del Arcachon, en la costa Atlántica. La salud de Marcel, tan
precaria en Pueblonuevo,
mejora espectacularmente, sus crisis palúdicas se espacian y sus bronquitis crónicas desaparecerán. Él
siempre atribuyó su
mejoría al influjo beneficioso de la brisa atlántica perfumada con el aroma de los pinos de las Landas.
En 1930, Mario solicita
la nacionalidad francesa para él, su esposa y sus cuatro hijos y en septiembre, Marcel, un adolescente de
dieciséis años, llega en
tren a París para reunirse con su familia que se había instalado allí, fracasada su experiencia campesina,
cargada de deudas y con
el patrimonio familiar agotado. En París completará Marcel su bachiller y hará amistades decisivas en su
vida. El antes enfermizo
ciudadano de Peñarroya-Pueblonuevo es ahora llamado “atleta completo” en un boletín de su instituto.
Marcel Bich trató de
estudiar derecho, pero la situación económica del antiguo ingeniero de la SMMP
no le permitía pagar los
estudios de sus hijos por lo que Marcel debió trabajar además de estudiar;
como tampoco era
demasiado afecto a las letras, tras cursar tres años de carrera, Marcel dejó los
estudios y se dedicó a
toda clase de pequeños trabajos en los que, justo es decirlo, se sentía muy
satisfecho, destacando en
la venta de lencería a domicilio en lo que sin duda su buen porte le prestaría
mucha ayuda. Finalmente
tras todos estos empleos precarios, y gracias a su tío abuelo Montbel,
Marcel comenzará a
trabajar para la casa Beaurèpere, fabricante de artículos de escritorio donde
Marcel entra en contacto
por primera vez con esta rama de los negocios la cual ya no abandonaría
jamás.
Con el estallido de la
Segunda Guerra Mundial Marcel es reclutado y hasta 1945 no puede volver a dedicarse a los negocios,
momento en que con su
amigo y socio Edouard Buffard compra por medio millón de francos viejos una arruinada fábrica de piezas
para plumas
estilográficas. En estas circunstancias es cuando, años después, Marcel Bich conoce el birome, invento del periodista
húngaro refugiado en
Argentina László Biró. El birome era un primitivo bolígrafo con punta de bola y tinta grasa que pretendió sin
éxito sustituir a las
plumas estilográficas.
El birome había conocido,
desde su invención en 1936, varias
etapas pero aún no era un
instrumento eficiente que pudiese
sustituir a las plumas.
De hecho, en los años cincuenta del siglo
veinte, la casa
estadounidense Reynolds ya comercializaba una
versión novedosa del
bolígrafo que se vendía al increíble precio
de entre noventa y cien
dólares, suma equivalente a unos
cincuenta euros de 2002,
y que sin embargo era tan poco
eficiente como molesto
pues tenía tendencia tanto a dejar
escapar su tinta
manchándolo todo como a dejar de funcionar
inesperadamente, cuando
no rasgaba el papel. Hay que señalar
que aquellos primitivos
bolígrafos, al fin y a la postre una nueva
versión de las
estilográficas, eran recargables y enteramente
metálicos, algo
totalmente alejado del concepto actual del
artículo desechable y de
plástico.
Fascinado por este nuevo
concepto de la escritura, Marcel Bich
compró a Lászlo Biró la
patente de su artilugio y dedicó varios
años a perfeccionarlo,
encargando para ello a unas relojerías
suizas la maquinaria de
precisión que necesitaba para poder
tallar unas bolas casi
microscópicas que fuesen absolutamente
SIZIGIA Nº1
MAYO-2009
E.U. POLITÉCNICA DE
BELMEZ PÁG.30
esféricas, condición
necesaria para que la escritura fuese suave y regular. Cuando al cabo de varios años de experimentación, en
1953, Marcel Bich puso su
producto en el mercado, éste, que además de ser eficiente resultó casi perfecto, incorporaba un nuevo
concepto de consumo que
había de conmocionar a los mercados mundiales: el bolígrafo de Marcel Bich era desechable. Fabricado en
plástico, no recargable y
con un precio irrisorio, la creación de Marcel revolucionó la escritura para siempre. Ni que decir tiene que
estos bolígrafos fueron
comercializados bajo la denominación de BIC que es como el apellido Bich se pronuncia en italiano.
Además del importante
aporte que Marcel Bich hizo a la comodidad y la economía en la escritura, Bich trajo al mundo el concepto de
lo desechable que más
tarde aplicaría a los encendedores y las maquinillas de afeitar, lo que hizo que Marcel Bich sea considerado
como uno de los mayores
visionarios del siglo XX en los negocios. Gracias a su perspicacia empresarial, aquel niño que en los años
veinte correteaba por las
calles de Pueblonuevo del Terrible se convirtió en uno de los hombres más ricos de la Tierra, pues en la
actualidad se venden
diariamente quince millones de bolígrafos BIC en el mundo. Así pues, no es extraño que a su muerte en 1994
Marcel Bich, el antiguo
vecino de Pueblonuevo, dejase una herencia superior a los seiscientos millones de euros e inmensas
propiedades repartidas
por Europa y América.
Por supuesto, y como con
otros muchos personajes esclarecidos que pasaron por Peñarroya-Pueblonuevo, nadie nunca más de entre
nosotros se volvió a
acordar para nada de Mario y Marcel Bich y ni las miradas oficiales ni las oficiosas fijaron nunca su atención en
ellos. Muy ocupados en
mirarnos el ombligo, cantar las glorias pasadas y gimotear por nuestro presente no hicimos nunca memoria
de la familia Bich pese a
que, desde el cementerio de Pueblonuevo, la tumba de Costanza, en su inmensa soledad y tristeza, es casi un
faro que reclama
atención. Muchos se dirán “¿bueno, y qué pasa con los Bich?, ¿para qué nos sirve esa familia a nosotros?”. Pues sí,
es muy posible que de los
Bich sólo hubiésemos obtenido el gusto de haber sido sus convecinos, tanto honor para nosotros como para
ellos el haber sido
acogidos en nuestra ciudad, pero tal vez, si conociésemos más a fondo nuestra historia las cosas fuesen de otra
manera.
Tendemos a olvidar que la
historia no se compone exclusivamente de fechas, de actos y sucesos políticos, sindicales o guerreros.
Cuántos obreros
trabajaban en Talleres, cuántas miles de toneladas de carbón eran producidas por año en nuestras minas, los
acuerdos en los plenos de
ayuntamientos pretéritos, los sucesos de la guerra civil son importantes, como importante es saber cuántos
manifestantes se
reunieron, por ejemplo, el primero de mayo de 1936 o las maniobras políticas que los caciques peñarroyenses o
terribleños preparaban
para amañar los resultados de las elecciones en la época anterior a Primo de Rivera. Ésta es, tal vez, la
“Historia” con
mayúsculas, la que más luce y que debe ser objeto de sesudos estudios.
Sin embargo olvidamos
casi siempre que el sustrato de la historia es el ser humano, las personas, por eso la historia debe ocuparse de
todos sus protagonistas,
incluso de aquellos que parecen no significar nada, que no fueron grandes alcaldes o pésimos gobernantes, ni
notorios dirigentes
sindicales, ni destacados poetas... Si en, por ejemplo, los últimos cuarenta años la cultura local hubiese sido otra
cosa que verbenas y
esporádicas publicaciones para cantar nuestras grandezas difuntas, si desde la cultura oficial se hubiese apoyado
la labor de investigación
de nuestra historia en lugar de arrasar tantos archivos, si se hubiesen habilitado los medios que esto requiere
tal vez hubiéramos sabido
que tras la tumba de la baronessa Costanza Bich, aparentemente tan anónima, se escondía nada menos que
un imperio financiero
cuyo dueño, sentimental y algo fatalista, podría haberse sentido ligado a Peñarroya-Pueblonuevo y, ¿por qué
no?, podríamos haber
intentado hacer revivir en él ese nexo de nuestra ciudad y su infancia y, tal vez ahora, en Peñarroya-
Pueblonuevo hubiese una
fábrica de bolígrafos y productos BIC. Una fábrica que diese
empleo a un par de
cientos de personas... o un par de miles.
Ahora, a quien como a mí
le haya llamado la atención la tumba de la baronessa Costanza,
a quien como a mí le haya
llenado de nostalgia y tristeza su abandono y soledad, ahora
puede saber algo más de
ella aunque es realmente es poco lo que hay que saber, su corta
vida no dio para más;
pero sin embargo, como decía antes, tras su tumba se entrecruzan
varias historias
interesantes. Aquí hemos referido dos de ellas, las de Mario y Marcel
Bich, otro día podríamos
hablar de los italianos en Uruguay y Brasil, o de Costanza en el
consulado y de cómo y
cuándo conoció a Mario Bich paseando en una mañana en que una
lluvia de primavera había
extendido el aroma de los eucaliptos por las calles de
Montevideo. Otro
día.
¡Que esta tierra de
Peñarroya-Pueblonuevo, donde nunca encontraste nada salvo la muerte, te sea leve, baronessa! Sabe,
cuando menos, que ya has
dejado de ser anónima para nuestra memoria, que ya no serás nunca más sólo un desvanecido
nombre sobre una
lápida.
SIZIGIA Nº1
MAYO-2009
E.U. POLITÉCNICA DE
BELMEZ PÁG